miércoles, 29 de octubre de 2014
miércoles, 22 de octubre de 2014
Consumismo pedagógico II: la pasarela didáctica
Al final de la primera entrega de lo que llamo consumismo pedagógico en la que me refería a la formación basura y la didáctica ficción, aunque muy por encima, prometí tratar más tarde el asunto de la pasarela didáctica, y aquí estamos.
¿Qué se llevará este año en las aulas?¿Cuál será la moda primavera-verano 2015 en nuestros centros de formación?¿qué marcas de pedagogía universitaria organizarán este año desfiles de moda, denominados congresos en ocasiones?¿quien llevará un curriculum pasado de moda?¿cómo será el estilismo didáctico del profesional facilitador del aprendizaje -otrora, maestro- para la siguiente temporada?
Estas y otras preguntas tienen a veces respuesta en las publicaciones y revistas del sector subtituladas a menudo de innovación educativa, de las que cada vez, eso sí, quedan menos, si acaso, las editadas en Barcelona, convertidas en lectura de chisme pedagógico para peluquería de maestros.
¿Cuál es el intríngulis de estas pasarelas? La novedad y esencialmente, el espectáculo.
Para el consumismo, la creación de novedades es consustancial, conditio sine qua non. Sólo así puede cumplir uno de los requisitos que enunciábamos para el consumismo que es su idea de acumulación infinita. En el mercado común de productos, la novedad en ocasiones es trivial pero obligatoria. Ciertos bares y especialmente, las discotecas, tienen unos años de vida conocidos, más allá de los cuales suelen cerrar y si acaso vuelven a abrir, deben hacerlo con nombre, diseño y hasta consumidores nuevos. Lo mismo pasa con productos de la vida cotidiana como las bebidas o los comestibles. A menudo oímos que tal empresa cierra aunque tenga en el mercado un producto al que un conjunto de clientes le son fieles, pero no es novedosa ni ya puede aparentar serlo. En una ocasión, hablando del éxito del Fairy, el jabón lavavajillas, comentaba un compañero que el Fairy nuevo vendido a bombo y platillo como antibacterias, si se leía la etiqueta, lo único que añadía era un poco de lejía al antiguo. Hoy que tenemos tantas variables de Fairy tanto en su formulación como presentación, queda muy lejos también ese anuncio famosísimo en el que al poner una gota del producto, la grasa flotante sobre un plato, se retiraba como por arte de magia. Una alumna me decía decepcionada: yo lo he probado, Miguel, y es mentira.
Pero como pasa en la pasarela, la novedad no tiene que ser consistente ni relevante en sí misma, sino parecerlo y sobre todo, estar relacionada con la segunda característica que hemos enunciado: la espectacularidad. Por espectacularidad entendemos no ya la realización de un espectáculo tal cual, sino la característica fundamental de la apariencia, de la cáscara, de lo sensorial e inmediato; eso es la espectacularidad que apabulla con sus efectismos, como ciertas propuestas didácticas de hermosa factura y preciosa composición cuya utilidad didáctica no está ni mucho menos demostrada, más bien lo contrario.
Ya que andamos hablando de jabones, recuerdo también la decepción de una amiga que vivía en un piso alquilado donde por primera vez había dado con un suelo de mármol. Limpiaba con un producto específico de una empresa especializada nada conocida cuya función era mantener la naturalidad y brillo de la piedra, pero no acababa de estar convencida porque según ella, no parecía que limpiara, porque "no olía a limpio" -efectivamente, el producto no estaba perfumado-. En este caso, se aprecia la idea fundamental de la innovación y su espectacularidad: lo accesorio se convierte en central y lo central, pasa a segundo término o sencillamente, deja de interesar. Así es, la novedad de los productos de limpieza se basa en la multitud de colores, texturas y olores (no llegan al sabor porque no los dejamos, pero al tiempo) fundamentalmente, cuando no, en el pseudocientifismo de materiales supuestamente muy técnicos, como las megaperls o el oxigel.
La espectacularidad está relacionada con los sentidos y los sentidos tienen una característica que se denomina acomodación. La acomodación se produce progresivamente conforme la persona se va exponiendo al mismo estímulo de forma que al paso de cierto periodo de tiempo, el estímulo, a pesar de que continúa, es imperceptible. En ocasiones, habría que suprimir la exposición durante mucho tiempo para recuperar la sensación perdida. Curiosamente, el sentido que más rápida acomodación tiene en los seres humanos es el olor, razón por la cual dejamos rápidamente de apreciar sobre nosotros la colonia que nos hemos echado o el desodorante, mientras que otras personas que nos encuentren más tarde, podrían apreciarlo. Igualmente, los recién llegados a un lugar, pueden apreciar olores de ese lugar que las personas que se encontraban allí ya no aprecian.
El consumismo sabe muy bien esto, pero que muy bien, y por tanto, ¿qué tiene que hacer? Pues fácil: exagerar el estímulo y cuando ya no tenga más remedio, sustituirlo por otro. Esta exageración o esta innovación son las que constituyen lo que llamo, mal llamado probablemente, espectacularidad.
El exceso de estímulos se ha vuelto, pues, consustancial con el consumismo, porque sólo así se consumen más productos por lo que es importante que se abandonen los antiguos (esta es la otra cara, consumir, supone también un abandono) que es lo que asegura el crecimiento del mercado. El defecto -gran defecto- está lógicamente en lo insostenible de este sistema consumista -a pesar de lo cual vemos que no le va nada mal- porque el exceso de estímulos los degrada de forma que por la acomodación cada vez es más difícil estimular al cliente, sorprenderlo, conmoverlo con algo nuevo: hay que exagerar más aún la perceptibilidad, hay que exacerbar más aún la necesidad de novedad hasta mentir si hiciera falta.
El consumismo pedagógico no opera de otra manera, no es distinto en este aspecto al consumismo espectacular de la pasarela de anuncios, como la pasarela de moda como la pasarela didáctica. Se presentan innovaviones que aportan poco o nada, que más desarrollan estímulos que aprendizajes. El profesorado siempre ha percibido en los últimos tiempos que asiste a un proceso de modas pedagógicas y no a una serie de propuestas sólidamente sostenidas para mejorar la educación.
Si esta es la forma de vida no sólo que tenemos sino la que tenemos que tener, podríamos aceptar que la pedagogía no hace sino amoldarse a su tiempo como otro fenómeno cualquiera si no fuera porque el aprendizaje es un proceso lento y profundo que no admite estas precipitaciones y sobre todo: no admite tanto sobresalto.
Allá la moda textil con su necesidad de crear nuevos diseños constantemente: la educación no puede ir por ese camino. Son antiguos los estudios que aseguran que la supresión de una instrucción supone la pérdida de esa capacitación en pocos años. Y si decimos esto del alumnado, podríamos decirlo igualmente, del profesorado. Si los sometemos continuamente a novedosas inmersiones pedagógicas, nunca acabará ni convencido ni conmovido de la utilidad de ninguna de ellas ni por supuesto, estará adecuadamente preparado para ejercerlas. La enseñanza necesita una tranquilidad que el consumismo pedagógico elimina, mata, cercena y además, sólo se puede producir con una tenacidad, constancia y sostenibilidad que haga que se profundice en lo mismo, no que se ande cosntantemente de acá para allá.
Este defecto lo vemos a menudo en las formaciones, que se abandonan enseguida por otras nuevas o no se repiten porque al haberse producido una vez, se piensa erróneamente, que ya los espectadores de la pasarela didáctica no la apreciarán, como si por pasar una vez por tu vida alguno de los contenidos de la enseñanza ya los hubieras aprendido, siendo así que para aprender algo hay indefectiblemente que repetirlo aunque sea de otra manera. A veces la repetición falla precisamente porque se repite de la misma forma, no se profundiza, se continúa quedando en la superficie y como hemos dicho, esta superficie sufre de acomodación sensitiva.
La precipitación del consumismo, al que el movimiento slow, incluso el slow journalism, intentan poner freno sin mucho éxito, demuestran -particularmente el último- que si diferimos el conocimiento más allá del atracón inicial, el conocimiento es mejor, más profundo y sobre todo, más acertado. ¿Podríamos proponer una pedagogía lenta además de una educación lenta? No, ya existe. ¿Y no será otro problema? ¿No sería la educación lenta y la pedagogía lenta una nueva forma de consumismo?
Al hablar de productos de limpieza y de moda textil parecería que menosprecio lo que ambas aportan, como otras partes del consumismo, a nuestra vida diaria. La moda es también un valor y una insdustria y no necesariamente negativos. Un valor porque es una parte del arte, el diseño y la historia, y una industria porque da de comer a mucha gente. Convendría, pues, no menospreciar lo que la pedagogía puede ofrecernos y lo que con los ojos y puertas que sus propuestas y ofertas pudieran abrirnos, llegáramos a ganar. No todo es consumismo en pedagogía. No todo lo que desfila por la pasarela es igual de insustancial, ni fútil ni engañoso. ¿Que es cierto que la pedagogía se ha convertido también en un mercado industrial como otro cualquiera? Sí, ¿pero por ello vamos a considerar toda la formación pedagogía de mercachifles? No.
¿Cómo, entonces, distinguimos lo que es de lo que no lo es? Difícil, pero inevitablemente con algo que muy pocas veces utilizamos y de la que poco sabemos a pesar de todo: la evaluación. De ella hablaremos (si nos dejan).
¿Qué se llevará este año en las aulas?¿Cuál será la moda primavera-verano 2015 en nuestros centros de formación?¿qué marcas de pedagogía universitaria organizarán este año desfiles de moda, denominados congresos en ocasiones?¿quien llevará un curriculum pasado de moda?¿cómo será el estilismo didáctico del profesional facilitador del aprendizaje -otrora, maestro- para la siguiente temporada?
Estas y otras preguntas tienen a veces respuesta en las publicaciones y revistas del sector subtituladas a menudo de innovación educativa, de las que cada vez, eso sí, quedan menos, si acaso, las editadas en Barcelona, convertidas en lectura de chisme pedagógico para peluquería de maestros.
¿Cuál es el intríngulis de estas pasarelas? La novedad y esencialmente, el espectáculo.
Para el consumismo, la creación de novedades es consustancial, conditio sine qua non. Sólo así puede cumplir uno de los requisitos que enunciábamos para el consumismo que es su idea de acumulación infinita. En el mercado común de productos, la novedad en ocasiones es trivial pero obligatoria. Ciertos bares y especialmente, las discotecas, tienen unos años de vida conocidos, más allá de los cuales suelen cerrar y si acaso vuelven a abrir, deben hacerlo con nombre, diseño y hasta consumidores nuevos. Lo mismo pasa con productos de la vida cotidiana como las bebidas o los comestibles. A menudo oímos que tal empresa cierra aunque tenga en el mercado un producto al que un conjunto de clientes le son fieles, pero no es novedosa ni ya puede aparentar serlo. En una ocasión, hablando del éxito del Fairy, el jabón lavavajillas, comentaba un compañero que el Fairy nuevo vendido a bombo y platillo como antibacterias, si se leía la etiqueta, lo único que añadía era un poco de lejía al antiguo. Hoy que tenemos tantas variables de Fairy tanto en su formulación como presentación, queda muy lejos también ese anuncio famosísimo en el que al poner una gota del producto, la grasa flotante sobre un plato, se retiraba como por arte de magia. Una alumna me decía decepcionada: yo lo he probado, Miguel, y es mentira.
Pero como pasa en la pasarela, la novedad no tiene que ser consistente ni relevante en sí misma, sino parecerlo y sobre todo, estar relacionada con la segunda característica que hemos enunciado: la espectacularidad. Por espectacularidad entendemos no ya la realización de un espectáculo tal cual, sino la característica fundamental de la apariencia, de la cáscara, de lo sensorial e inmediato; eso es la espectacularidad que apabulla con sus efectismos, como ciertas propuestas didácticas de hermosa factura y preciosa composición cuya utilidad didáctica no está ni mucho menos demostrada, más bien lo contrario.
Ya que andamos hablando de jabones, recuerdo también la decepción de una amiga que vivía en un piso alquilado donde por primera vez había dado con un suelo de mármol. Limpiaba con un producto específico de una empresa especializada nada conocida cuya función era mantener la naturalidad y brillo de la piedra, pero no acababa de estar convencida porque según ella, no parecía que limpiara, porque "no olía a limpio" -efectivamente, el producto no estaba perfumado-. En este caso, se aprecia la idea fundamental de la innovación y su espectacularidad: lo accesorio se convierte en central y lo central, pasa a segundo término o sencillamente, deja de interesar. Así es, la novedad de los productos de limpieza se basa en la multitud de colores, texturas y olores (no llegan al sabor porque no los dejamos, pero al tiempo) fundamentalmente, cuando no, en el pseudocientifismo de materiales supuestamente muy técnicos, como las megaperls o el oxigel.
La espectacularidad está relacionada con los sentidos y los sentidos tienen una característica que se denomina acomodación. La acomodación se produce progresivamente conforme la persona se va exponiendo al mismo estímulo de forma que al paso de cierto periodo de tiempo, el estímulo, a pesar de que continúa, es imperceptible. En ocasiones, habría que suprimir la exposición durante mucho tiempo para recuperar la sensación perdida. Curiosamente, el sentido que más rápida acomodación tiene en los seres humanos es el olor, razón por la cual dejamos rápidamente de apreciar sobre nosotros la colonia que nos hemos echado o el desodorante, mientras que otras personas que nos encuentren más tarde, podrían apreciarlo. Igualmente, los recién llegados a un lugar, pueden apreciar olores de ese lugar que las personas que se encontraban allí ya no aprecian.
El consumismo sabe muy bien esto, pero que muy bien, y por tanto, ¿qué tiene que hacer? Pues fácil: exagerar el estímulo y cuando ya no tenga más remedio, sustituirlo por otro. Esta exageración o esta innovación son las que constituyen lo que llamo, mal llamado probablemente, espectacularidad.
El exceso de estímulos se ha vuelto, pues, consustancial con el consumismo, porque sólo así se consumen más productos por lo que es importante que se abandonen los antiguos (esta es la otra cara, consumir, supone también un abandono) que es lo que asegura el crecimiento del mercado. El defecto -gran defecto- está lógicamente en lo insostenible de este sistema consumista -a pesar de lo cual vemos que no le va nada mal- porque el exceso de estímulos los degrada de forma que por la acomodación cada vez es más difícil estimular al cliente, sorprenderlo, conmoverlo con algo nuevo: hay que exagerar más aún la perceptibilidad, hay que exacerbar más aún la necesidad de novedad hasta mentir si hiciera falta.
El consumismo pedagógico no opera de otra manera, no es distinto en este aspecto al consumismo espectacular de la pasarela de anuncios, como la pasarela de moda como la pasarela didáctica. Se presentan innovaviones que aportan poco o nada, que más desarrollan estímulos que aprendizajes. El profesorado siempre ha percibido en los últimos tiempos que asiste a un proceso de modas pedagógicas y no a una serie de propuestas sólidamente sostenidas para mejorar la educación.
Si esta es la forma de vida no sólo que tenemos sino la que tenemos que tener, podríamos aceptar que la pedagogía no hace sino amoldarse a su tiempo como otro fenómeno cualquiera si no fuera porque el aprendizaje es un proceso lento y profundo que no admite estas precipitaciones y sobre todo: no admite tanto sobresalto.
Allá la moda textil con su necesidad de crear nuevos diseños constantemente: la educación no puede ir por ese camino. Son antiguos los estudios que aseguran que la supresión de una instrucción supone la pérdida de esa capacitación en pocos años. Y si decimos esto del alumnado, podríamos decirlo igualmente, del profesorado. Si los sometemos continuamente a novedosas inmersiones pedagógicas, nunca acabará ni convencido ni conmovido de la utilidad de ninguna de ellas ni por supuesto, estará adecuadamente preparado para ejercerlas. La enseñanza necesita una tranquilidad que el consumismo pedagógico elimina, mata, cercena y además, sólo se puede producir con una tenacidad, constancia y sostenibilidad que haga que se profundice en lo mismo, no que se ande cosntantemente de acá para allá.
Este defecto lo vemos a menudo en las formaciones, que se abandonan enseguida por otras nuevas o no se repiten porque al haberse producido una vez, se piensa erróneamente, que ya los espectadores de la pasarela didáctica no la apreciarán, como si por pasar una vez por tu vida alguno de los contenidos de la enseñanza ya los hubieras aprendido, siendo así que para aprender algo hay indefectiblemente que repetirlo aunque sea de otra manera. A veces la repetición falla precisamente porque se repite de la misma forma, no se profundiza, se continúa quedando en la superficie y como hemos dicho, esta superficie sufre de acomodación sensitiva.
La precipitación del consumismo, al que el movimiento slow, incluso el slow journalism, intentan poner freno sin mucho éxito, demuestran -particularmente el último- que si diferimos el conocimiento más allá del atracón inicial, el conocimiento es mejor, más profundo y sobre todo, más acertado. ¿Podríamos proponer una pedagogía lenta además de una educación lenta? No, ya existe. ¿Y no será otro problema? ¿No sería la educación lenta y la pedagogía lenta una nueva forma de consumismo?
Al hablar de productos de limpieza y de moda textil parecería que menosprecio lo que ambas aportan, como otras partes del consumismo, a nuestra vida diaria. La moda es también un valor y una insdustria y no necesariamente negativos. Un valor porque es una parte del arte, el diseño y la historia, y una industria porque da de comer a mucha gente. Convendría, pues, no menospreciar lo que la pedagogía puede ofrecernos y lo que con los ojos y puertas que sus propuestas y ofertas pudieran abrirnos, llegáramos a ganar. No todo es consumismo en pedagogía. No todo lo que desfila por la pasarela es igual de insustancial, ni fútil ni engañoso. ¿Que es cierto que la pedagogía se ha convertido también en un mercado industrial como otro cualquiera? Sí, ¿pero por ello vamos a considerar toda la formación pedagogía de mercachifles? No.
¿Cómo, entonces, distinguimos lo que es de lo que no lo es? Difícil, pero inevitablemente con algo que muy pocas veces utilizamos y de la que poco sabemos a pesar de todo: la evaluación. De ella hablaremos (si nos dejan).
jueves, 16 de octubre de 2014
Hablando sobre educación en información en las III Jornadas de bibliotecas de Extremadura
Ayer tuve la ocasión de hablar sobre educación en información en Mérida en las III Jornadas de bibliotecas de Extremadura. Agradezco a Casildo, de la Consejería de Educación y Cultura del Gobierno de Extremadura, esta invitación como la que me hiciera hace años a las Jornadas de bibliotecas escolares en aquella ocasión hablando del trabajo por proyectos.
Tenía yo ganas de repasar lo que considero algunos de los errores más difundidos sobre educación informacional y proponer una visión que creo más adecuada (vídeo de la conferencia). Cuando hablo de errores, naturalmente no me refiero a que todo se haga mal ni a que lo que cito como error siquiera esté mal hecho, ¡pero qué incompleto! Cierto que si la formación en bibliotecas ya está incompleta, pensar que la educación informacional va a poder completarse, sería una vana ilusión, pero no está de más recordar que la famosa definición de CILIP sobre ALFIN no va bien encaminada en algunos aspectos y que centrarse en ella ha dado lugar a que la competencia informacional se reduzca más aún en ocasiones a una obsesión insana por la etapas de proceso de documentación (mal llamado numerosas veces, investigación). Esta manía de creer que buscar, recuperar y comunicar la información es el meollo de la competencia informacional en lugar de solucionar el problema, lo está desvirtuando particularmente en las bibliotecas educativas, escolares o universitarias, por cuanto al final, la educación informacional se convierte en un generador documental que alimenta al monstruo documentado como si el único fin o casi el único fuese consultar trabajos académicos para realizar otros trabajos académicos. Ni siquiera podríamos decir que estamos ante un círculo vicioso porque los trabajos académicos escritos o publicados por estudiantes o usuarios no volverán a alimentar al monstruo bibliotecario salvo que pasen por el Rincón del vago en cuyo caso lo alimentarán aunque no se sepa.
En la metodología de la educación en información pasa también algo de lo mismo, monotonía de lluvia tras los cristales, que diría Machado, con procedimientos lineales y deductivos de teoría y práctica repetidas hasta la saciedad que pretenden educar enseñando recursos, muchos, muchísimos recursos: buscadores, repositorios, metabuscadores, aplicaciones... Si acaso un resplandor de aprendizaje por proyectos, que no está mal, pero que no es ni la única posibilidad y en ocasiones, ni la mejor. No digamos ya el mayor error, pensando que a la educación en información se daría importancia si conseguíamos que se convirtiera en asignatura independiente, en materia única, ignorando lo que sabemos sobre el aprendizaje de los saberes instrumentales y el problema de transferencia que generan cuando se independizan.
Resulta paradójico, además, que la definición de CILIP esté tan alejada de la concepción de lectura que manejamos en estos tiempos, como es el caso de la de PISA, y además, evoque una biblioteca anticuada que simplemente es depositaria de toda, toda, toda la información y sólo hay que saber encontrarla y citar con cuidado. La conexión entre competencia informacional y lectura es tan estrecha que resulta desalentador cómo se han ignorado quienes se han dedicado a una y otra cosa según se desprende de su divorcio patente. En la definición de CILIP no encontramos nada del acto creador y recreador de la capacidad lectora que las teorías contemporáneas de la lectura proponen; por supuesto, de los factores sociales o emocionales ya ni hablamos. Y todo esto, porque la educación en información se ha pensado y empezado sin formación ni sensibilización de sus formadores, o sea, profesorado, bibliotecarios, padres y mediadores en general a quienes realmente debería ir destinada y no al alumnado al que por enésimo error se dirigen consistente e insistentemente la inmensa mayoría de los programas de educación informacional; así, encontramos propuestas sobre cómo trabajar la competencia informacional en el aula, pero pocas o ninguna sobre cómo enseñársela al profesorado, que es el destinatario de impacto, el auténtico; o mejor dicho, cómo conseguir que el profesorado -o cualquier mediador- aprenda educación informacional y la haga suya, en su quehacer diario.
De forma, que una definición, valiosa aunque incompleta, se ha limitado más todavía y ha dejado el panorama de la educación en información donde estaba: la cara fea de la biblioteca y el agujero del zapato de la educación.
Tenía yo ganas de repasar lo que considero algunos de los errores más difundidos sobre educación informacional y proponer una visión que creo más adecuada (vídeo de la conferencia). Cuando hablo de errores, naturalmente no me refiero a que todo se haga mal ni a que lo que cito como error siquiera esté mal hecho, ¡pero qué incompleto! Cierto que si la formación en bibliotecas ya está incompleta, pensar que la educación informacional va a poder completarse, sería una vana ilusión, pero no está de más recordar que la famosa definición de CILIP sobre ALFIN no va bien encaminada en algunos aspectos y que centrarse en ella ha dado lugar a que la competencia informacional se reduzca más aún en ocasiones a una obsesión insana por la etapas de proceso de documentación (mal llamado numerosas veces, investigación). Esta manía de creer que buscar, recuperar y comunicar la información es el meollo de la competencia informacional en lugar de solucionar el problema, lo está desvirtuando particularmente en las bibliotecas educativas, escolares o universitarias, por cuanto al final, la educación informacional se convierte en un generador documental que alimenta al monstruo documentado como si el único fin o casi el único fuese consultar trabajos académicos para realizar otros trabajos académicos. Ni siquiera podríamos decir que estamos ante un círculo vicioso porque los trabajos académicos escritos o publicados por estudiantes o usuarios no volverán a alimentar al monstruo bibliotecario salvo que pasen por el Rincón del vago en cuyo caso lo alimentarán aunque no se sepa.
En la metodología de la educación en información pasa también algo de lo mismo, monotonía de lluvia tras los cristales, que diría Machado, con procedimientos lineales y deductivos de teoría y práctica repetidas hasta la saciedad que pretenden educar enseñando recursos, muchos, muchísimos recursos: buscadores, repositorios, metabuscadores, aplicaciones... Si acaso un resplandor de aprendizaje por proyectos, que no está mal, pero que no es ni la única posibilidad y en ocasiones, ni la mejor. No digamos ya el mayor error, pensando que a la educación en información se daría importancia si conseguíamos que se convirtiera en asignatura independiente, en materia única, ignorando lo que sabemos sobre el aprendizaje de los saberes instrumentales y el problema de transferencia que generan cuando se independizan.
Resulta paradójico, además, que la definición de CILIP esté tan alejada de la concepción de lectura que manejamos en estos tiempos, como es el caso de la de PISA, y además, evoque una biblioteca anticuada que simplemente es depositaria de toda, toda, toda la información y sólo hay que saber encontrarla y citar con cuidado. La conexión entre competencia informacional y lectura es tan estrecha que resulta desalentador cómo se han ignorado quienes se han dedicado a una y otra cosa según se desprende de su divorcio patente. En la definición de CILIP no encontramos nada del acto creador y recreador de la capacidad lectora que las teorías contemporáneas de la lectura proponen; por supuesto, de los factores sociales o emocionales ya ni hablamos. Y todo esto, porque la educación en información se ha pensado y empezado sin formación ni sensibilización de sus formadores, o sea, profesorado, bibliotecarios, padres y mediadores en general a quienes realmente debería ir destinada y no al alumnado al que por enésimo error se dirigen consistente e insistentemente la inmensa mayoría de los programas de educación informacional; así, encontramos propuestas sobre cómo trabajar la competencia informacional en el aula, pero pocas o ninguna sobre cómo enseñársela al profesorado, que es el destinatario de impacto, el auténtico; o mejor dicho, cómo conseguir que el profesorado -o cualquier mediador- aprenda educación informacional y la haga suya, en su quehacer diario.
De forma, que una definición, valiosa aunque incompleta, se ha limitado más todavía y ha dejado el panorama de la educación en información donde estaba: la cara fea de la biblioteca y el agujero del zapato de la educación.
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